Verdi, 12
Si yo fuera un acampado y no un burgués traidor a la causa, Taifa sería mi librería de cabecera
Artículos | 10/06/2011 - 00:00h
Entre los indignados del movimiento de acampadas hay una estética y un discurso transversal sobre las injusticias pero también un nivel desigual de cultura y capacidad para argumentar. En la insistencia por prescindir de líderes y evitar las negligencias de la partitocracia, el movimiento adopta estrategias espirales testimoniales pero estériles.
Uno de los sentimientos que ha provocado la duración improvisadamente indefinida de la acampada ha sido la decepción. Entre quienes la están viviendo hay diletantes, oportunistas, militantes, pero también jóvenes que, por primera vez, han descubierto la conscienciación, la participación, la dialéctica, la responsabilidad sobre los propios mensajes, la interpretación de la opinión pública y, sobre todo, los límites de la acción colectiva.
En un contexto así, de cuestionamiento global, tener referentes es tan importante como no conformarse con el histrionismo mimético. Descubrir por qué la fortaleza de la buena fe puede ser inversamente proporcional a la eficacia política forma parte del proceso de construcción intelectual.
Todo este rollo viene a cuento de la librería Taifa (calle Verdi, 12), un refugio de conocimiento abierto a la radicalidad del pensamiento pero también al buen gusto literario y ensayístico. Si yo fuera un acampado y no un burgués traidor a la causa sería mi librería de cabecera. De vez en cuando, le pediría a José Batlló, el propietario, que me recomendara algún libro, de poemas, de teoría política, de reflexión cinematográfica o del gran Jorge Semprún.
Suelo detenerme allí: tiene la ventaja de abrir los domingos por la tarde y atender a lectores con síndrome de abstinencia. Hace unos días, en la plaza de la Revolució de Setembre de 1868, me crucé con José Batlló. No le conté que, hace décadas, seguía los libros de poesía que publicaba con devoción. A juego con la informalidad del barrio y el halo histórico de la plaza, Batlló llevaba una camiseta con la inscripción: Guerras no, que las perdemos.
La frase resume la mezcla de sentimientos de miles de personas que, por simpatía o sensibilidad, se han acercado al pacifismo o a los movimientos sociales contra las injusticias. Son verdades que, impregnadas de teoría, pierden valor cuando se enfrentan a realidades como el genocidio o la dictadura del mal menor. Pero pertenecen al territorio de la utopía, un modo elegante de definir el arte de soñar despierto.
En un ámbito en el que deseo no siempre está al servicio de la realidad (con las contradicciones que eso implica), las proclamas acaban teniendo una vigencia de cometa y poca capacidad para comunicar melancolías colectivas. El Guerras no, que las perdemos, en cambio, reivindica la ironía poética como motor para la reflexión.